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ANDAN DICIENDO

¿Qué momento habrá sido más triste? ¿Cuando en Candy Candy, Anthony murió al caer de su caballo días después de que una gitana en una feria había visto en el tarot la carta de la muerte? ¿O aquel momento en que a pesar de estar muy enfermo, Corazón Alegre, el simpático mono vestido de rojo de Remi, decidió actuar para conseguir más dinero para su circo ambulante y terminar, también muerto, en medio de la nieve?

Para quienes andan diciendo que la infancia hoy tiene acceso a contenidos muy fuertes y en algunos casos inapropiados para su edad, tienen razón. Aunque, debo decir, que muchos de los contenidos con los que algunos crecimos y que eran catalogados como infantiles, no necesariamente lo eran.

Así, hay toda una generación, quizá dos, que al llegar de la escuela, hacíamos apresuradamente la tarea para a partir de las cuatro de la tarde estar frente a la pantalla de televisión a la espera de, uno: Qué canal se veía en tu casa en lo único que había, televisión abierta. Y dos: Que ojalá lo que programaran fueran caricaturas.

En mis primeros años de vida la opción única para ver dibujos animados era Imevisión, lo que después se convirtió en Televisión Azteca, después llegó el Canal 5 de Televisa, el XHGC. ¿Sabían que el GC es por los apellidos de Guillermo González Camarena, el mexicano inventor de la televisión a color y además fundador del canal? Bueno, pues no había mucho más. Salvo algunos sistemas de cable locales que nos ponían caricaturas de vez en vez.

Y así, descubrimos que la historia de Heidi no era nada sencilla: Una niña huérfana que se ve obligada a vivir con su abuelo, que al principio no la quiere, en las frías montañas de Suiza. O, ¿hay aquí alguien que recuerde a la Ranita Demetán? Demetán tuvo que enfrentar serios peligros desde que era un renacuajo, además de intentar comprender a su corta edad por qué una pareja de arañas abandonó a su bebé araña. Cuando descubre que es porque la naturaleza de estos compañeros de estanque es comerse a sus padres, la ranita apenas puede con su sorpresa. Y yo con la mía, obviamente.

Igual pasaba con Maya, sí, nuestra amiga, la abejita, que tenía que solucionar problemas gravísimos al lado de su no muy brillante amigo Willi.

Claro, no todo en la televisión abierta eran dramas épicos como los arriba mencionados, también había que destruir planetas enteros y conquistar naciones en Voltron, combatir monstruos gigantes al lado de Koji Kabuto en Mazinger Z o luchar contra vehículos que surgían de una especie de plantas galácticas en Jayce y los Guerreros Rodantes.

Nunca fui fan de todo lo hecho por William Hanna y Joseph Barbera, ya saben: Los Picapiedra, los Supersónicos, el Oso Yogui, Scooby Doo y otros tantos personajes que supongo me parecían muy gringos, y así, por algún momento de la década de los ochenta llegó a nuestro país una invasión enorme de títulos creados principalmente en Estados Unidos. ¿Se acuerdan? He-Man, los Thudercats, Halcones Galácticos y aquella de un medio vaquero, medio nativo americano, medio ser del espacio que se llamaba BraveStarr. Intensos, sí, pero nada nada que ver con con esas historias complicadísimas de las que hablamos al inicio.

Así, llegaron nuevos tiempos, más canales, muchas opciones, incluso, canales exclusivos para contenidos infantiles. Ya no fui generación Nickelodeon o Disney Channel, pero claro que vi Bob Esponja y todavía repito capítulos de las Pistas de Blue desde mi imaginario sillón de pensar.

Ya no era un niño cuando las caricaturas se tornaron un poquito transgresoras, pero igual, junto con muchos más chicos que yo, nos descubrimos en Animaniacs, los Simpson, Padre de familia, bueno, hasta en los muy desagradables Ren y Stimpy.

Hoy, añoramos esos programas y a esos personajes porque nos marcaron para siempre, sin embargo, esa marca, creo, va más allá de sus contenidos y sus divertidas o turbias historias, nos marcaron porque nos recuerdan momentos exactos de nuestra vida, de nuestro espacio y de aquel tiempo en que nuestra única preocupación, quienes tuvimos ese privilegio, era terminar la tarea, abrir tu bolsa de Sabritas a ver que tazo te salía y declararte listo para encender el televisor.

Bueno. La tarea a veces podía esperar.

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