Además de la llegada del temporal de lluvias —más irregular cada día, por razones conocidas— y del final de los ciclos escolares —los años recientes fuera de los tiempos habituales— el verano suele traer consigo los finales de torneos de diversos deportes y eventos puntuales de mediana duración.
En ese contexto, la semana pasada en general y el fin de semana en particular, ofrecieron un amplio buffet del que la degustación tenía que ser limitada.
En futbol, finales de la Eurocopa 2020, finales de la Copa América; inicio de la Copa de Oro, partidos de la MLS y juegos de preparación de algunos equipos de la Liga MX; en beisbol, partidos de la Liga Mexicana de Verano y preparación del Juego de Estrellas en las Grandes Ligas; en Tenis, las finales del Torneo de Wimbledon; en basquetbol, la serie final de la NBA.
Personalmente, aprovechando la ampliación de mi tiempo libre, me decanté por aquellos “platillos” que encontré más atractivos a la vista y al olfato —el sentido clave para la degustación según algunos expertos en esos temas—: las finales de la Copa América y de la Eurocopa, las finales —femenil y varonil— de Wimbledon y los juegos de la serie final de la NBA, junto con una “probada” de la Copa Oro y solo una mirada de reojo a las listas de peloteros que protagonizarán el Juego de Estrellas de la MLB.
En la final de la Copa América, los protagonistas esperados: Argentina y Brasil. Un partido al que la escuadra carioca llegó como favorita, que se antojaba por el duelo personal entre Messi y Neymar y que tenía una buena dosis de morbo picante para ver si, por fin, Messi podía coronarse con la selección de su país natal en un torneo sin límite de edad.
Y sí, Messi logró levantar la Copa América; en el duelo personal ganó Neymar, aunque fue incapaz de llevar a su equipo a ganar el torneo y, definitivamente, el sabor del partido quedó lejos de las expectativas que habían despertado las sensaciones visuales y olfativas previas. Un partido con demasiadas faltas y cortes. Tan es así que llegué a comentar que los jugadores sudamericanos se estaban pareciendo a los africanos en cuanto juegan mucho mejor en sus equipos que en sus selecciones… Obviamente, aquí una primera razón para titular estas palabras “un buffet azul y blanco”, albiceleste en este caso…
Un sabor diferente me dejó la final de la Eurocopa, a pesar de haber sido un encuentro con una buena dosis de estrategia defensiva —paradójicamente mayor en el conocido como “equipo de la rosa”—, pero eso sí, con un mejor nivel futbolístico, con momentos de intensa emoción surgidos del esfuerzo desplegado por la squadra azzurra para, al menos empatar el partido en que se puso abajo en el marcador desde los primeros minutos. Un partido que nos ofreció treinta minutos extras en que ninguna de las dos selecciones pudo alcanzar el triunfo. Y, finalmente, la emoción de los penales —esos que mi mamá solía considerar como injustos con los porteros— en los que, contra lo que se podía esperar, se falló la mitad de los tiros: dos por parte de los italianos y tres por parte de los ingleses. Y, como suele suceder en estos casos, el arquero italiano —Gianluigi Donnarumma, elegido por cierto como el mejor jugador del torneo— acabó siendo el héroe al atajar los dos últimos intentos ingleses, a pesar de la convicción reinante de que la gran mayoría de los penales atajados son mal tirados. En este platillo, una segunda razón para el título de estas palabras: un encuentro entre una selección vestida de blanco y otra de azul, esta vez no celeste, sino marino en el calzoncillo y azzurro en las playeras, ese color proveniente no de su bandera tricolor, sino de una dinastía que reinó en tierras del ahora territorio italiano, en España y Croacia: la Casa de Saboya.
Otro buen sabor de boca dejó el mí el doble platillo “Wimbledon”: la final femenil del sábado y la final varonil del domingo. La final femenil se resolvió en tres sets, el segundo de ellos a muerte súbita y la australiana Ashleigh Barty se alzó con el triunfo, venciendo a la checa Karolina Pliskova, conservando con ello, el número uno en la clasificación de la WTA y convirtiéndose en la quinta tenista diferente que gana Wimbledon en los últimos cinco torneos disputados.
En la rama varonil, el platillo ofrecido fue inédito y parcialmente inesperado: inédito, porque nunca habían disputado estos dos tenistas una final de Wimbledon; parcialmente inesperado, porque se esperaba que Novak Djokovic llegara a este juego por el campeonato. Lo que sí se esperaba —por el antecedente del partido que tuvieron este mismo año en los cuartos de final del Roland Garros— era que el partido fuera disputado. Sin duda, un partido emocionante, en el que Berrettini tuvo un regreso increíble para ganar el primer set, mostró la fuerza de su primer servicio [136 mph] y tuvo pinceladas de gran calidad. Pero, como se podía esperar, Nole fue tomando el comando del partido y terminó ganando su vigésimo gran slam, alcanzando con ello a Roger Federer y Rafael Nadal en la cima del tenis mundial de todos los tiempos. El reto que le queda pendiente es el de emular al inolvidable Rod Laver —recuerdo aquel 1962 en que vino al Campo Deportivo Chapultepec a disputar la final de la Copa Davis contra México— ganando los cuatro grandes torneos del año: Australia, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Aquí, la tercera razón para el azul y blanco del título de estas palabras: el blanco, obvio, proveniente del único torneo que sigue conservando la tradición del “deporte blanco”. Y ¿el azul? En el cuore azzurro de Matteo Berrettini y en las playeras de aficionados italianos que se preparaban para ser testigos, unas pocas horas después, del triunfo italiano en la Eurocopa 2020, disputada en el año 2021.
De los demás eventos, solo mencionaré el gris empate del Tri, con un tinte albiceleste…