Cuando un periódico reporta cifras completamente diferentes sobre los mismos hechos con apenas 24 horas de diferencia, sucedió algo grave en el terreno. El 23 de diciembre de 1988, El Informador de Guadalajara titulaba que la situación en el Cereso “Venustiano Carranza” de Tepic estaba “todavía en vías de solución”, con reportes iniciales de “varias personas muertas y varias lesionadas” sin especificar cifras exactas. Un día después, el mismo diario publicaba: “Saldo de 20 muertos y 13 heridos en el motín de Tepic”. La cifra era oficial. Fue reproducida en medios nacionales. Quedó en los registros.
Pero treinta y seis años después, cuando Carlos Rafael Espinosa Robles decidió hablar públicamente sobre lo que presenció como abogado Subdirector Jurídico del penal —rehén durante todo el evento— cambió todo. “Fueron treinta y seis, y no once como informaron medios de comunicación gobiernistas”, declaró Espinosa Robles. Treinta y seis cadáveres. Dieciséis desaparecidos de los registros oficiales. La discrepancia no fue menor ni resultado de confusión en el recuento. Fue sistemática.
Lo que sucedió en Tepic entre el 22 y 24 de diciembre de 1988 fue una masacre ejecutada por una unidad paramilitar federal llamada Los Zorros, operando bajo órdenes del gobernador estatal Celso Humberto Delgado Ramírez. Pero la verdadera historia de Tepic no está en lo que sucedió durante el motín. Está en lo que sucedió después: la manipulación de cifras, el bloqueo deliberado de investigaciones, y el silencio político que transformó una masacre en un evento “resuelto” que podía olvidarse.
El penal como polvorín
El penal de Tepic en 1988 no era una institución convencional. Era una bomba de tiempo penitenciaria que operaba bajo lógicas de supervivencia que parecían sacadas de otra época. Con capacidad nominal de 645 internos, albergaba entre 1200 y 1500 reclusos. El hacinamiento era extremo: procesados y sentenciados compartían espacios, indígenas estaban metidos en celdas junto a asesinos, traficantes convivían con delincuentes de cuello blanco en lo que algunos reportes describirían simplemente como “todos metidos en una misma olla”.
El sistema de seguridad funcionaba de forma informal. Guardias insuficientes vigilaban con armamento de bajo calibre. Las puertas tenían sistemas de cierre que podían ser saboteados desde adentro. El penal operaba a través de un autogobierno clandestino donde reclusos con condenas largas actuaban como intermediarios entre la administración y la población interna, negociando privilegios, espacios, y quién tenía acceso a qué. Este sistema funcionaba mientras nadie lo cuestionara. Cuando alguien lo cuestionaba, se quebraba completamente.
El 60 por ciento de los internos estaban condenados por delitos relacionados con narcotráfico. Eso significaba que el penal era, de facto, un centro de poder para traficantes, un lugar donde se negociaba, se compraba, se vendía, y donde las lealtades internas eran más sólidas que cualquier autoridad externa. En ese contexto, el 22 de diciembre de 1988 era un día de visita. Familias llegaban para celebrar la Navidad anticipadamente. Había 273 adultos y aproximadamente 200 niños dentro del perímetro del penal cuando sucedió todo.
Fue en esa ventana de movimiento caótico cuando dos hombres que se presentaban como abogados lograron introducir armas de fuego adentro de la institución. No fue por azar. Alguien los dejó entrar deliberadamente. El reporte contemporáneo de El Informador menciona que “presumiblemente introdujeron armas cortas y largas que no se pudieron detectar”, lo que sugiere que la negligencia fue más profunda que lo que las autoridades admitiría jamás. Había corrupción. Había coordinación previa. Había planes.
La mañana que todo se quebró
A las 10:30 de la mañana del jueves 22 de diciembre, algo sucedió dentro del penal que transformaría todo lo que vendría después. Un recluso llamado Raúl Apodaca entró al despacho del director Samuel Alvarado Alpízar. Lo que sucedió en esos segundos fue capturado, años después, en el testimonio de Carlos Espinosa Robles, quien estaba trabajando en las oficinas adyacentes con comunicación directa al edificio central:
Gritos en la barandilla. Voces que gritaban “Soria, ya es hora” dirigidas a un comandante de los custodios. La puerta abriéndose abruptamente. Un disparo inicial. El guardaespaldas del director saliendo con pistola en mano y disparando directamente a la cabeza de Apodaca. Apodaca cayendo, pero en su agonía o quizá en acto deliberado, disparando de vuelta. El proyectil atravesando la cadera del director, rompiendo la arteria femoral. Alvarado Alpízar desangrándose en minutos.
Con la muerte del director, la situación escalarizó. Cerca de 50 reclusos tomaron el edificio administrativo ubicado estratégicamente a la entrada del penal. Algunos eran los cabecillas del plan. Otros simplemente estaban ahí cuando sucedió y quedaron atrapados. Todos terminaron implicados en lo que vendría después. Los amotinados tomaron como rehenes a una docena de funcionarios, incluyendo al propio Espinosa Robles, quien se convirtió en el funcionario de mayor jerarquía dentro del penal tras la muerte de Alvarado.
Desde el edificio administrativo en poder de los rebeldes, se podía observar el patio central del penal y las torres de vigilancia. Algunos reclusos armados se apoderaron de estas torres, desde donde amenazaban a los policías y militares que comenzaban a rodear la institución en el exterior. Las demandas fueron claras: querían un camión blindado para escapar, armas adicionales para defenderse, y garantías de que no serían ejecutados si se rendían.
Las autoridades estatales, encabezadas por el gobernador Celso Humberto Delgado Ramírez y el Procurador General de Justicia Rodolfo León León, establecieron su puesto de comando en una casa privada ubicada exactamente frente al Cereso, al otro lado del bulevar Tepic-Xalisco. Desde allí coordinaron todas las estrategias de negociación. Su demanda inicial fue simple: querían ver con vida al director Samuel Alvarado Alpízar.
Era una demanda que los amotinados no podrían cumplir. Alvarado estaba muerto. Pero necesitaban que las autoridades creyeran que estaba vivo el mayor tiempo posible para mantener a raya a los negociadores.
El teatro de la negociación fallida
Lo que sucedió durante las 32 horas siguientes fue un juego de engaños y estratagemas que revelaría tanto la desesperación de los rebeldes como la frialdad calculada de los estrategas estatales. Los reclusos montaron al director ya muerto en un sillón de oficina color negro con alto respaldo. Lo cubrieron parcialmente con una manta de la cintura a los pies. Luego, con ingenio macabro, lo amarraron al sillón para que no se cayera. De repente, en una rápida acción que duró menos de treinta segundos, mostraron el cadáver por la reja de entrada del penal: “¡Mírenlo, aquí está!”, gritaban. Luego, como un relámpago, desaparecía de la mirada de todos.
El truque sembró duda suficiente en los negociadores. Fue lo único que ganaron esos minutos iniciales.
Mientras tanto, en la casa donde estaba establecido el gobernador Delgado, se diseñó un plan que parecía sacado de una película de espías. Los estrategas decidieron entregarles el camión blindado que exigían los amotinados, pero harían que un mecánico automotriz lo saboteara de forma “quirúrgica”. La idea era que el motor se sobrecalentara después de unos kilómetros, forzando al vehículo a detenerse. Elementos de policía apostados detrás podrían entonces recapturar fácilmente a los fugados.
El plan fue un desastre técnico. Según Oscar González Bonilla, reportero de NOTISISTEMA que cubrió el evento desde el terreno y fue testigo presencial de los eventos: “Al mecánico que realizó la operación se le pasó la mano. Fue incapaz de hacer un buen cálculo para que el motor del vehículo detuviera su marcha a determinada distancia. Cuando el camión blindado hizo su aparición por el bulevar y el conductor intentó subirlo hacia la entrada del penal, apenas ascendía la inclinación cuando por el cofre dejó escapar enorme cantidad de humo. Estaba sobrecalentado. Se iba quemando. Ahí paró”.
Los reclusos, experimentados en lógica de supervivencia carcelaria después de años dentro, reconocieron la trampa al instante. Rechazaron el camión y desestimaron por completo la solución propuesta.
Desesperados por encontrar algún canal de negociación, los estrategas estatales intentaron una táctica emocional. Localizaron a las madres de algunos de los reclusos amotinados y las trasladaron hasta la reja de entrada del penal, pidiéndoles que suplicaran a sus hijos que se rindieran. Un incidente particularmente icónico ocurrió cuando la madre de un recluso joven —aparentemente de unos 25 años— fue traída llorando a la reja. Según reportes, la mujer le suplicaba: “Hijo, por favor, por el amor de Dios, entregate”.
La respuesta del muchacho fue devastadora. Gritó desde el patio: “Váyase pa’ la casa, yo ya soy un hombre muerto. Usted no se meta en estas cosas. Váyase”. Oscar González Bonilla anotó en su libreta de reportero que esas palabras fueron premonitorias. Horas después, el muchacho estaría efectivamente muerto.
En algún momento de la noche del jueves, los reclusos permitieron que pasaran dos personas al interior de las oficinas administrativas: un médico y otro funcionario, para que comprobaran el estado del director. Cuando salieron minutos después, traían la noticia definitiva: Samuel Alvarado Alpízar estaba muerto. Esa confirmación enervó los ánimos del conjunto de estrategas que dirigía el gobernador Delgado. Habría que hacer algo. Eso no podía quedarse así. Se fraguó entonces la decisión que cambiaría todo: solicitar la intervención del grupo Los Zorros, fuerza de tarea especialmente entrenada para operaciones de represión que pertenecía a la Secretaría de Protección y Vialidad del Distrito Federal.
Los Zorros llegan a Tepic
La conexión entre Celso Delgado y Los Zorros no era casual. El titular de la Secretaría de Protección y Vialidad del Distrito Federal era Javier García Paniagua, un político con un historial de cargos sensibles: había sido senador de la república, director Federal de Seguridad, subsecretario de Gobernación, y presidente nacional del PRI. Tenía estrecha amistad política con el gobernador de Nayarit, Celso Humberto Delgado Ramírez. Una llamada entre ellos, probablemente en la madrugada del jueves 22 o viernes 23 de diciembre, y Los Zorros estaban en movimiento.
Los Zorros hacen su arribo a Tepic vía terrestre el viernes 23 de diciembre. Habían sido trasladados en avión, probablemente un número mayor de cien efectivos, desde la ciudad de México a Guadalajara o Puerto Vallarta. Se apoderaron del escenario de forma inmediata y militar. Desalojaron el lugar de personas sin nada que ver en el asunto. A los periodistas que habían estado cubriendo el evento desde la reja de entrada los echaron hacia las inmediaciones del bulevar.
Oscar González Bonilla, Emilio Valdez Hernández del Diario del Pacífico, Arturo Soriano Lima del Universal, y Luis Miguel Brambila Guerrero del Vigía del Septentrión lograron colarse detrás de un camarógrafo de CNN que portaba acreditación oficial. Desde su posición estratégica, presenció lo que sucedió después.
La estrategia de Los Zorros fue ejecutada con precisión militar y brutalidad sin precedentes. Primero cortaron el suministro eléctrico al penal, sumergiéndolo en oscuridad casi total. Luego lanzaron gases lacrimógenos en ráfagas intensas hacia el edificio de administración, donde los reclusos mantenían su posición. La acción fue lo que González Bonilla describiría como “relampagueante”: gritos de mujeres y hombres se escuchaban mezclados con algunos disparos, en pocos minutos Los Zorros controlaron la situación inicial.
Pero durante esta operación sucedió lo que cambió todo. El Comandante Jorge Armando Duarte Vadillo, jefe de Los Zorros, fue alcanzado por un disparo. A pesar de portar chaleco antibalas, recibió un tiro en la parte frontal del cuello, disparado desde el interior del penal por uno de los reclusos aún armados. Duarte Vadillo murió en el acto. Su muerte fue el evento catalizador de lo que vendría después: una represalia brutal justificada internamente como venganza por la muerte de un oficial.
Lo que sucedió en las horas siguientes fue documentado por los periodistas que lograron mantenerse en el perímetro. Los Zorros sacaban a los reos uno por uno del edificio administrativo y los tiraban bocabajo en el suelo, muy cerca de la entrada del penal. Un zorro jalaba de los cabellos de la nuca a cada uno de los reos sometidos mientras otro de ellos anotaba sus nombres en libretas. González Bonilla, Valdez Hernández, Soriano Lima y Brambila Guerrero contaron juntos: treinta y tres reos sacados de esa forma. Luego los Zorros volvieron a llevar a todos esos reos al interior del penal.
Los Zorros entonces abordaron dos autobuses estacionados sobre el bulevar Tepic-Xalisco. Se los veía contentos, felices por lo que consideraban una victoria. González Bonilla vio a uno de ellos asomarse por la ventanilla gritando: “¡Que nos traigan las tortas, tenemos hambre!”. La escena era surrealista: una unidad paramilitar federal tratando la masacre inminente como si fuera un descanso de trabajo.
Minutos después, bajaron de los autobuses en formación militar y a paso veloz marcharon nuevamente al interior del Cereso. El tiempo de negociación había terminado. El tiempo de represión había comenzado.
La madrugada donde sucedió la masacre
En el silencio de la noche entre el 23 y 24 de diciembre, solo se escucharon ráfagas intermitentes de armas de alto poder que dispararon Los Zorros. Duraron aproximadamente dos horas. Nadie en el exterior sabía exactamente qué estaba pasando adentro. Solo el sonido de las ráfagas, luego silencio, luego más ráfagas. Los reporteros que permanecían en el lugar solo podían esperar.
Entre las 3 y las 4 de la mañana del 24 de diciembre, trabajadores de la funeraria Ramírez llegaron al penal. Iban equipados de forma especial, calzando botas de plástico hasta las rodillas. La unidad fúnebre traspasó la enorme puerta de reja y se dirigió a la zona que todos conocían como “El Pozo”, el área central del penal donde sucedían los eventos más graves.
Emilio Valdez Hernández, director del Diario del Pacífico, presenció parte de lo que sucedía. Un amigo suyo trabajaba en la funeraria Ramírez. Le dijo lo que había visto adentro:
“Emilio, esto está horrible. El Pozo está lleno de sangre. Están hechos pedazos. Restos de masa encefálica en la pared. No sabemos cuántos sean los cuerpos, pero ahí está la masacre”.
Esa misma madrugada, El Informador publicaría su edición final: “Saldo de 20 muertos y 13 heridos en el motín de Tepic”. La cifra era oficial. Fue distribuida por UPI (United Press International) a medios nacionales. Quedó en los registros formales del gobierno de Nayarit. Fue lo que la prensa nacional reprodujo.
Pero Carlos Rafael Espinosa Robles sabía otra cosa. Había estado secuestrado adentro todo el tiempo, en las oficinas administrativas, viendo lo que sucedía. Treinta y cuatro años después, en 2022, lo diría claramente:
“Fueron treinta y seis, y no once como informaron medios de comunicación gobiernistas. Treinta y seis cadáveres, la mayoría de ellos recogidos en pedazos al ser acribillados con armas de fuego de alto poder. Restos de masa encefálica y de cuero cabelludo quedaron embarrados en las paredes del lugar, paso obligado de barandilla a población y viceversa”.
Esa discrepancia de 16 cadáveres nunca fue explicada. Nunca fue investigada. Simplemente desaparecieron de los registros.
Las cifras que no cuadran
El Informador del 24 de diciembre listó explícitamente a 13 reos que se sabe fueron asesinados durante la operación de Los Zorros, los nombres que el grupo paramilitar anotó mientras los sacaban del penal uno por uno:
Elías Ramírez Pérez, Juan Ramírez Álvarez, José Martínez Palafox, Raúl Alfredo Olivera, José Ramón Ponce González, Luis Ángel de la Torre, Gregorio Ortega Pérez, Benjamín Cambelo Antolado, Ricardo Hermosillo Guzmán, José Luis Barrera Leyva, Ejedino de la Cruz, José Guadalupe Rosales, Sergio Sandoval.
Si la cifra real fue 36 según Espinosa Robles, ¿dónde están los otros 23? ¿Fueron registrados bajo nombres diferentes? ¿Fueron enterrados en fosas comunes? ¿Sus familias aún buscan respuestas treinta y seis años después?
La pregunta quedó sin respuesta durante décadas. Y cuando finalmente fue planteada públicamente, nadie en las autoridades estatales o federales tuvo interés en investigarla.
El bloqueo político deliberado
Una semana después de la masacre, mientras se contaban cuerpos en El Pozo y se negociaba qué cifras reportar al mundo, el Congreso de Nayarit recibió una propuesta formal: investigar lo ocurrido. Los partidos de oposición, viendo las inconsistencias de los números y los reportes de brutalidad, solicitaron una investigación exhaustiva.
El PRI, que controlaba la mayoría del Congreso, la bloqueó.
El 7 de enero de 1989, Meridiano de Nayarit, publicó el titular: “La Permanente no Investigará Inexacta la Información sobre la Matanza de Tepic, PRIISTAS”. El articulista Salvador Flores Llanas escribió que la Comisión Permanente del Congreso “reconoció que ‘las informaciones periodísticas sobre la matanza de Tepic son inexactas’, y la Comisión Permanente no tiene facultades para realizar una investigación a fondo de las causas”. Lo que quedaba implícito en esa redacción era la justificación política: el problema no era la masacre, sino que se hablaba de ella.
Cuatro días después, el 9 de enero de 1989, Meridiano publicaba una columna de opinión firmada “El Gato con Botas” titulada “La del Penal, Medida Dolorosa”. El columnista ofrecía una justificación de la represión que quedaría como narrativa oficial:
“El grupo de tarea llamado ‘Zorros’ puso al máximo su participación esperando se acediera a liberar a los rehenes. La solución fue dolorosa, pero como muchas medicinas que curan enfermedades graves, necesaria y a tiempo”.
Con esa frase, la masacre fue redefinida como “medicina necesaria”. El lenguaje eufemístico permitía a la clase política justificar lo injustificable. La represión había sido necesaria. El dolor fue el precio. Y ahora podía olvidarse.
Lo que sucedió con Los Zorros
Los Zorros que participaron en la masacre de Tepic no fueron procesados por lo que sucedió en el penal nayarita. Algunos de sus integrantes sí fueron investigados años después por otros delitos, lo que revelaría su verdadero carácter:
Faustino Gómez Lira, director del agrupamiento Fuerza de Tarea, fue posteriormente acusado de agredir con una barra metálica a policías que se negaban a ser extorsionados.
Juan Pérez Pastrana, integrante de Los Zorros que participó en la operación de Tepic, fue acusado de soborno, cohecho y corrupción generalizada en múltiples ocasiones.
Raúl A. Durán Cabrera, segundo comandante de Los Zorros, fue investigado por la PGR años después por otorgar protección a narcotraficantes en el Distrito Federal.
Jorge Armando Duarte Vadillo, el comandante que murió durante la operación, fue descrito por la prensa de la época como un “pájaro de cuenta”—expresión mexicana para alguien verdaderamente peligroso dentro del sistema policial.
Ninguno de estos hombres fue juzgado por Tepic. Sus historiales posteriores de corrupción y brutalidad no generaron consecuencias legales que los vincularan a la masacre de 1988.
El detalle que nadie sabía
Treinta y cuatro años después del evento, cuando finalmente Oscar González Bonilla publicó su investigación completa basada en entrevistas con Carlos Espinosa Robles, salió a la luz un detalle que había sido guardado en silencio desde aquella madrugada del 24 de diciembre.
Héctor Apodaca, hermano de Raúl Apodaca (quien había iniciado el motín disparando al director), no fue ejecutado por Los Zorros. Se ejecutó a sí mismo.
Según Espinosa Robles, quien fue testigo del hecho:
“Héctor Apodaca se metió a la boca el cañón de la pistola y disparó. Pero antes nos dijo: perdonen esto no era para ustedes. Y se pegó el balazo porque su hermano ya estaba muerto”.
Cuando Héctor descubrió que Raúl había sido asesinado, y vio lo que Los Zorros estaban haciendo adentro del penal, eligió quitarse la vida antes de caer en manos de la represión. Es un acto de desesperación que resume la tragedia completa del evento: un hombre que prefirió morir por su propia mano antes que por la de los represores.
El olvido como política de Estado
Para la mayoría de los tepicenses menores de 40 años, la masacre de 1988 es prácticamente desconocida. No aparece en libros de historia. No hay un monumento conmemorativo. No hay una placa en las paredes del penal recordando a los muertos. No hay una comisión de memoria histórica. No hay investigación pendiente.
Comparativamente, la masacre de Topo Chico en Monterrey en 2016, que mató a 49 personas, generó comisiones estatales, investigaciones de medios nacionales, y permaneció en la memoria pública durante años. Se escribieron libros. Se realizaron documentales. Se nombró a responsables.
¿Por qué Tepic fue olvidada? Porque Tepic es una capital estatal menor, distante de los epicentros mediáticos del país. Porque en 1988 no había redes sociales para documentar en tiempo real y difundir instantáneamente. Y porque las autoridades federales cuyos elementos (Los Zorros) fueron los ejecutores tenían poder suficiente para silenciar la narrativa y garantizar que la historia no se convirtiera en un escándalo nacional que pudiera generar consecuencias políticas.
Lo que sucedió fue una operación coordinada de ocultamiento: cifras falsas reportadas a medios nacionales, investigación legislativa bloqueada por votación partidaria, periodistas locales marginados del acceso a información, y un silencio deliberado que permitió que el evento se disipara en la indiferencia pública en cuestión de semanas.
Lo que quedó sin respuesta
Oscar González Bonilla, el reportero que estuvo en el lugar cubriendo el evento para NOTISISTEMA en 1988 y que treinta y cuatro años después compilaría la investigación completa, termina su reportaje con una frase que cae como piedra: “Se consumó la masacre. Desde esa época a la fecha quedó la incógnita sobre quién dio la orden para llevar a cabo la matanza”.
Esa incógnita permanece. Y con ella, permanecen otras preguntas sin respuesta:
¿Por qué 20 muertos en registros oficiales pero 36 según múltiples testigos directos? ¿Quién decidió que 16 cadáveres no constaran en las actas? ¿Fueron enterrados en fosas anónimas? ¿Incinerados? ¿Trasladados a otro lugar para que no fuera evidente el número real de muertes?
¿Quién ordenó la represión masiva? ¿Fue una decisión tomada sobre la marcha por Duarte Vadillo en venganza por su muerte, o venía con órdenes explícitas de García Paniagua o del gobernador Delgado?
¿Por qué se ejecutó a reclusos que ya se habían rendido? González Bonilla documentó cómo Los Zorros sacaban reos uno por uno, identificándolos, anotando nombres, luego los volvían a meter adentro. ¿Era esa secuencia parte de un procedimiento de ejecución selectiva?
¿Dónde están los 16 cadáveres faltantes? ¿Sus familias saben dónde fueron enterrados? ¿Existe un registro oficial de sus nombres y muertes?
¿Por qué el Congreso de Nayarit rechazó investigar? ¿Fue una decisión política de arriba hacia abajo desde Ciudad de México, o fue consenso de la clase política nayarita de no tocar un tema que podía ser incómodo?
¿Por qué nadie de Los Zorros fue procesado? ¿Por qué sus historiales posteriores de corrupción y brutalidad no generaron un reexamen de su participación en Tepic?
¿Por qué el gobernador Celso Delgado nunca fue acusado de nada? ¿Continuó en política después de su sexenio? ¿Recibió consecuencias por haber ordenado la intervención de una unidad paramilitar que resultó en masacre?
Treinta y seis años después, todas esas preguntas permanecen abiertas. Y no porque no haya evidencia. Está ahí: en El Informador del 23 y 24 de diciembre de 1988, en las páginas de Meridiano de enero de 1989, en los testimonios de los periodistas que estuvieron en el lugar, en las declaraciones de Carlos Espinosa Robles que finalmente salieron a la luz en 2022.
Lo que falta no es evidencia. Lo que falta es voluntad política para investigar. Lo que falta es una decisión de que estas muertes importan. Lo que falta es justicia.
La última palabra
Cuando Carlos Espinosa Robles finalmente decidió hablar a profundidad en 2022, después de mantener silencio durante treinta y cuatro años, dijo algo que no puede ser ignorado:
“Los ‘Zorros’ solamente vinieron a cometer el múltiple asesinato. Se trataba de un grupo paramilitar comandado por un delincuente, Duarte Vadillo, quien resultó un pájaro de cuenta. Yo no invento, el testimonio ahí está”.
También dijo esto, con tono de persona que ha vivido treinta y cuatro años cargando lo que presenció:
“Hubo un momento, al condenar la participación del temible grupo ‘Zorros’, que me pronuncié mejor por la intervención de la Policía Federal porque conocían a todo el personal de la Penal. Y cuando menos no nos hubieran atacado”.
¿Qué hubiera sucedido si en lugar de Los Zorros hubiera llegado la Policía Federal? Probablemente otro resultado. Probablemente menos muertos. Probablemente una negociación más humana. Pero eso nunca lo sabremos.
Lo que sabemos es que en Tepic, en diciembre de 1988, sucedió una masacre. Fue ejecutada por una unidad paramilitar de la Secretaría de Protección y Vialidad del Distrito Federal bajo el mando de Jorge Armando Duarte Vadillo. Fue ordenada por el gobernador local Celso Humberto Delgado Ramírez, en coordinación con Javier García Paniagua. Fue ocultada por decisión política deliberada: cifras falsas, investigación bloqueada, periodismo marginalizado, silencio institucional.
La masacre de Tepic merece ser recordada. Merece ser investigada. Y merece, finalmente, que alguien responda por lo que sucedió.
Treinta y seis años después, ese momento aún no ha llegado. Pero las preguntas permanecen. Y las evidencias en los periódicos de 1988 y 1989 también permanecen, esperando que alguien finalmente tenga el coraje de seguir la pista hasta sus conclusiones naturales.


