Es tentador leer la toma del Capitolio como un intento de golpe de estado por parte de Donald Trump y de sus aliados. Finalmente, hay sobradas evidencias de que el presidente estadounidense ha intentado, por todos los medios posibles, perpetuarse en el poder a través de distintas versiones golpistas.
Pero la lectura de un golpe de estado debe ser rechazada. Tal como muchas personas expertas en el tema han señalado, lo ocurrido el pasado miércoles no cumple con las condiciones esenciales de un golpe de Estado. Este sublevamiento, por impactante y desagradable que resulte, ni siquiera tuvo como objetivo apropiarse del Poder Legislativo de Estados Unidos.
Pretender lo contrario es un contrasentido, pues las posibilidades de éxito eran evidentemente nulas. La movilización no contaba con el apoyo de los militares o con el grueso de los aparatos de seguridad estadounidenses. Prueba de ello es que, una vez que la Guardia Nacional entró en acción, los manifestantes fueron retirados rápidamente y un perímetro fue establecido para resguardar el área.
Nunca estuvo en entredicho que las fuerzas de seguridad estadounidenses serían capaces de contener a una turba infinitamente inferior en número, entrenamiento y armamento.
La duda en el aire durante la invasión al Capitolio era por qué la seguridad fue inicialmente tan débil y por qué tardó tanto en llegar el apoyo.
El asalto al Capitolio de Estados Unidos consagró la ruptura entre Donald Trump y su fiel vicepresidente Mike Pence, quien planea asistir a la investidura del mandatario electo Joe Biden y pretende facilitar la transición entre ambas administraciones.
Trump anunció que no acudirá a la ceremonia de asunción de quien lo derrotó en las elecciones, pero Pence ya hizo saber que estará presente.
Si bien la asistencia del vicepresidente saliente no es una sorpresa -y Biden dijo que será "bienvenido"-, es una muestra de la grieta que separa a Trump de su brazo derecho desde la certificación el miércoles de la victoria electoral del demócrata.
Trump y Pence no se hablan, según la prensa, desde esa jornada en que una turba de simpatizantes del mandatario irrumpió en el Congreso en una acción que dejó cinco muertos y conmocionó a Estados Unidos y al mundo. Pese a las presiones de Trump, Pence anunció el miércoles que no se opondría a la validación en el Congreso de los resultados de la elección presidencial, desatando la furia del presidente y sus seguidores.
"Mike Pence no tuvo el coraje de hacer lo que habría tenido que hacer para proteger a nuestro país y nuestra Constitución", tuiteó Trump mientras sus seguidores invadían el Capitolio.
Videos publicados en las redes sociales muestran a varios de ellos cantando "Cuelguen a Mike Pence" a las puertas del Capitolio. Otros militantes recorrieron los pasillos del templo de la democracia estadounidense gritando que el vicepresidente era un "cobarde", según el diario The New York Times.
Durante ese caos, el vicepresidente se encontraba atrincherado en un búnker del Capitolio junto a su familia. Trump no le llamó para interesarse por su seguridad.
Pence todavía no ha respondido a los pedidos de numerosos parlamentarios que le han instado a activar la 25ª Enmienda de la Constitución, que permite apartar a un presidente juzgado "no apto" para ejercer sus funciones.
Antes de arremeter en su contra, los seguidores del presidente republicano solían alabar su fidelidad, mientras que sus críticos denunciaban sus adulaciones al mandatario.
"Es sólido como una roca. Fue un vicepresidente fantástico", aseguró sobre él Donald Trump el verano pasado.
Pence, de 61 años, fue durante cuatro años una presencia tranquila en medio de la tormenta Trump.
Designado al frente de la unidad de crisis sobre el coronavirus en marzo, durante todo el año abordó el tema con declaraciones medidas, lejos de las salidas de tono, suposiciones y provocaciones del presidente. Aunque siempre con cuidado de no contradecirle.
Mike Pence y Donald Trump no eran particularmente cercanos antes de que este le designara como compañero de lista en 2016.
Trump habría pensado incluso en cambiar de pareja electoral, pero prefirió apostar finalmente por los estrechos vínculos de Pence con los electores blancos cristianos, en su mayoría de avanzada edad, que acabaron desempeñando un papel clave en la victoria del dúo en 2016.
El asalto al Capitolio debilitó sensiblemente a la última línea de defensa de Donald Trump dentro del Poder Legislativo y dentro del Partido Republicano. Aunque queda un porcentaje de representantes de ese partido que aún apoya al presidente, este grupo no tiene el control total de su bancada y mucho menos de una cámara que es liderada desde hace tiempo por los Demócratas. Tampoco queda claro que Trump mantenga el control sobre todos sus colaboradores cercanos.
Este asalto también debilita al trumpismo. Este movimiento ha perdido, de un día para otro, a buena parte de los “superdifusores”; personas que ayudaban a radicalizar y a polarizar a través de los reflectores de sus puestos y de su presencia en los medios. Es previsible que algunas de estas personas empiecen, finalmente, a condenar públicamente las ideas defendidas por ese movimiento.
Alguien podría objetar que Trump aún tiene importantes aliados en el Congreso que están dispuestos a defenderlo o a sacarlo a flote. Por ejemplo, Ted Cruz, un importante e impresentable senador texano, ha continuado promoviendo la tesis del fraude y la idea de no aprobar el proceso electoral.
Pero esta objeción no se sostiene. Los congresistas que, como Ted Cruz, se mantuvieron fieles a Trump buscan capitalizar esa base e intentar apelar luego a los votos suficientes de otros sectores. Sin embargo, en el cálculo político de gente como Cruz, un elemento sale sobrando: Donald Trump. Esto es, a quienes quieren hacer suya la base trumpista les conviene quitar a Trump del camino.
Esta vulnerabilidad queda en evidencia cuando uno considera las reacciones de los Demócratas. Nanci Pelosi, la líder de este partido en la Cámara de Representantes, ha dicho que si el gabinete del presidente, encabezado por Mike Pence, no lo remueve con base en una enmienda que les permite hacerlo, entonces buscará un nuevo proceso de impeachment o juicio político, el segundo en cuatro años.
En caso de fructificar, este proceso podría incluso evitar que Trump pueda postularse nuevamente en 2024. Sin embargo, aún si los demócratas no lograsen los votos suficientes, el proceso pondría en jaque al presidente y le llevaría a vivir un infierno durante sus dos últimas semanas en el gobierno.
La debilidad de Trump se expuso claramente cuando el jueves, un día después de mostrarse envalentonado y retador, el presidente anunció, finalmente, que habría “cambio de administración”, que la transición sería tersa y que lo único que buscaba era mejorar el proceso democrático. También pasó de “amar” a sus leales fanáticos que invadieron el Capitolio a considerarlos violentos criminales. El miedo no anda en burro.
La sedición del miércoles pasado fue una maniobra de Donald Trump para presionar a su partido con el fin de comprar tiempo y poder dar el golpe que ha buscado. Sin embargo, fueron el presidente estadounidense y su movimiento quienes terminaron presionados y doblegados. Es en este sentido, y no en otro, que el asalto al Capitolio puede ser considerado un verdadero autogolpe y no un golpe de estado.
@salvadorcosio1